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La primera vez que me dieron un número de empleada en este país fue una locura. Yo no logro aprender casi nada de memoria, porque mi memoria fue ocupada hasta el último RAM en los primeros años de vida. Soy la única nieta de mi abuelo paterno que se sabe sus larguísimas décimas y que las recitaba en cualquier evento familiar, cumpleaños, funerarias, trenes y hasta sola. Por lo tanto desde los ocho años tengo que entenderlo todo, sino se esfuma de mi cabeza. El razonamiento y la fábula son los únicos modo de recordar que me suelen ser efectivos. Si no tiene base científica o es traducida en idioma de mortales, le invento todo evento importante, así sea paranormal, una explicación que está casi siempre ligada a un motivo laico o a una deidad. Le voy creando historias a las cosas para entender por que están o estuvieron en mi vida, si lo tengo que aceptar o repetir, y en los miles de casos que me parece ultrajante y grotesco, casi siempre termino echándole la culpa al universo.

Ese día me dieron el número y cuando llegué a casa muy acongojada le dije a mi pareja que estaba embarcada. Aquello era mi nueva identificación y yo no conseguiría recordarlo ni así lo repitiera mil veces. El espacio en mi disco duro destinado a números de identidad estaba ocupado con un antiguo documento y no sabía como borrarlo. No me lo podía escribir en las manos como hacen los niños en las escuelas, porque tengo unas cosquillas atroces en las palmas y eso me hace incapaz de fraudes o recaditos de amor. Los números me encantan por lo abstracto que son, como la danza, pero no me podía inventar una coreografía para usar cotidianamente. Ya la gente sospechaba de mis excentricidades, cuando venga a ver podía perder el trabajo por rara. Entonces recurrí a mis capacidades gráficas pero nunca he entendido porque los números se ven así. Por ejemplo, de dónde sacaron la forma del dos. Yo lo puedo hacer con solo un trazo y eso lo llena de ambigüedad. El ocho, maldecido y adorado por los supersticiosos en su eterno deambular por el espacio, yo le hubiera diseñado tres vueltas más, para darle un toque mas celta. En fin, les cuento que el dichoso número de empleada era tres, ocho, cuatro y cero. En medio de mi algarabía emocional, buscando un sistema para no olvidarlo pensé: todas las cosas buenas son tres y las malas también; el ocho es infinito; cuatro las patas  que tiene el perro y aun así, toma un solo camino y para rematar el cero, el punto del termómetro donde me pregunto que rayos hago yo aquí. ¿Cómo mezclar todo eso en una frase que me pudiera resolver el problema? Confieso que sopesé la idea de tatuármelo, pero dónde, además  cuatro números eran muy pocos, encontrar los otros dieciséis sería una odisea. 

¿Cómo no me había percatado antes? Esas eran las tallas de ropa que suelo usar, treinta y ocho, cuarenta, como casi todas mis clientas. Conclusión, soy una más de la media. No se pueden imaginar para alguien que come la sopa y el ego con tenedor como yo, lo que significó darme cuenta que soy un tipo promedio. La suerte es que con mas de cuatro décadas, un montón de años como emigrante, después de haber sido mucho tiempo muda y casi tuerta, aquello que en mis oídos sonaba peyorativo, no era uña que me rayara la pintura. A los dos segundos me miré al espejo mas cercano y adorando mis curvas noveles, me tiré un beso a mi misma y dije „serás cualquier cosa, pero te quiero“. 

Volví más tarde a las matemáticas, porque ya había encontrado una forma de recordar los números, pero me faltaba la lógica. No les miento que aceptar que no soy la reencarnación de Coco Chanel, Rosa Park o Pina Bausch ha sido un shock, pero si todas fuéramos lumbreras, ni otro gallo cantaría. La Coco no hubiera vendido ni un sombrero; la Rosa Park, no hubiera tenido la necesidad de enseñarnos que derecho no rima con discriminación, ni que las grandes batallas se ganan con convicción e ideas, no con plomo y Pina fuera del cuerpo de baile de cualquier cabaret. El resto somos necesarios para que destaquen las buenas o las malas ideas. Horrible sería un teatro sin público, los domingos sin garbanzos, los líderes sin vítores, las fábricas sin trabajadores, los helados sin lengüetazos, las divas sin sus gritos perseguidores. 

Ya me estaba sintiendo mejor, me reconfortaba saberme sin la responsabilidad de ser extraordinaria, sin el peso de tener que dar cuentas a la sociedad porque no soy la Albert Einstein de mi pueblo, ni la Kardashian de mi generación. Y entonces desmontando todas esas cifras descubrí que ser promedio insignificante, en si mismo es un mito que nos han vendido como una verdad del tamaño del Kilimandscharo. Ha sido solamente una justificación de muchos para ser mediocres o de algunos para sentirse poderosos, para que no aplaudamos ni disintamos. Así que mi treinta y ocho, cuarenta fue tomando forma, porque nosotros hacemos mas la diferencia en el anonimato de la media, que los extraordinarios mismos. Eso si, yo decido si ser una media armónica o una geométrica, si una ponderada o una que fluctúe entre la esperanza matemática de una variable aleatoria. Si quiero salir de las normas para robar besos de luminarias o aprender a hacer garbanzos domingueros, pero sin estrés ni expectativas, que además fueron invisibles inventadas.