Anima
Esta semana han abierto las tiendas y como me encanta decir, se ha abierto la carpa del gran circo. No lo digo en forma despectiva, para mi el circo es un espacio de magia donde te diseñas una realidad que a lo mejor tras un par de minutos no existe. Allí me convierto en trapecista de emociones, domadora de leones, payaso para los niños.
Mi primer encuentro fue con una mujer que cree seriamente en mi fortaleza de bigotuda y musculosa. Le conté que rio treinta y cuatro horas al día, que estar embutida en un sofá seis semanas ha sido de las experiencias mas gratificantes del último milenio, que meter mis manos en la boca de los cocodrilos para limpiarle los dientes y secar sus babas, es lo mas normal del mundo. Ella nunca creería que estos casi cuarenta y cuatro años han sido duros y de constante aprendizaje.
Primero fui pieza de caza, allá por los años noventa. Años en los que creía que las nubes eran hechas de crema de chantillí y los besos sabían siempre a guayaba madura. Pero la vida decidió enseñarme lo contrario de la forma más dura, con pescozones de porras y cabillas. Para entonces no entendía lo que era ser mujer en un país machista, donde el estado y sus instituciones mostraban sus dotes varoniles cada dos pasos. El parque de la juventud, un par de visitas a Luyanó y escuchar las historias de las mujeres de mi barrio me hicieron saber que cualquier iniciativa del otro lado de la acera, tenía malas intenciones. Así tomé a la derecha cuando querían que fuera a la izquierda, estudié Artes cuando ya tenía asignada Jurisprudencia, evité miradas y no dormí en brazos de quienes probablemente me querían bien, por miedo a entregarme y ser nuevamente maltratada.
Llegaron los años de bonanzas, mi cuerpo hacía lo que yo quería y podía permitirme ser una cazadora. Nunca presumí de ello y en vez de cabezas de venados o tortugas en las paredes, colgaba como premios de batalla, grabados, collares y poemas. Estudiaba el terreno, controlaba la humedad ambiental y solo entonces cuando podía disparar con ambos ojos abiertos, ponía toda mi atención a llevar la pieza a mi cama. Creía conocer todo de los hombres, hasta del árbol donde se rascaban, pero wikipedia no daba información suficiente para lo que vendría después.
Mi clienta quería cambiar las ropas de su viejo armario. La cosa es que ella, según me contó tenía el vientre marcado por el cuchillo de su exmarido, que unos meses antes del suceso, la había empujado de un tercer piso embarazada de su único hijo. Por suerte los vecinos la acudieron y pudo llevar a la bestia a juicio y prisión. A estas alturas no se ponía ropa ajustada y llevaba con mucho gusto el pelo recogido. Ya su bebé tenía dos años, las heridas dejaban de doler y después de tres meses de terapia, se sentía lista para desnudarse ante un espejo y comenzar de cero.
Qué le podía decir yo. Escuchaba su historia y aunque ella me creía una invencible no sabía como explicarle que yo la entendía totalmente porque un día llevé yo el carnaval por dentro, herido el orgullo, mancillado el nombre. Aunque a mí ningún jurado me creería la historia, como mismo no creía ella que yo, la forzuda barbuda, había sido también víctima de violencia de género.
Le busqué unos pantalones de corte alto, azul oscuros, muy ajustados, un pulover blanco y una chaqueta beige con flecos plateados. Ella se reía porque para comenzar de cero, había sido demasiado atrevido. Entonces le dije. „Tu cuerpo es algo que existe y sientes pero que mientras no lo veas no reconoces en él, ni colores, ni dimensiones y mucho menos sus marcas. Así que potenciaremos tus bellísimos ojos pardos. Son la ventana de tu alma y tienen una gran responsabilidad.“ Ella me miró como preguntándose si yo había mezclado mariguana con cake en el desayuno. Así que continué, “Lo que me cuentas es horrible. No sabes lo orgullosa que estoy de saber que alguien es reconocido por un Estado sin tener que engrosar las listas de las víctimas mortales. Pero a la vez estoy molesta y envidiosa, porque yo necesité muchos años para reconocer donde estaba mis heridas, pues no las veía.“ Ella comenzaba a entender lo que decía porque mi mirada se tornaba caída, empañada por la vergüenza de quien cree que exagera su dolor interno ante el dolor de la carne abierta. Es que las mujeres estamos educadas para gritar solo en caso de parto, cólico nefrítico o las uñas rotas. Yo dejé de hablar y ella me puso su mano en el hombro. Continué „No te debes preocupar, ya todo pasó. Como tú soy una sobreviviente. Todo pasa, todo es bello por que pasa. En mi caso supe que era también una víctima, cuando comencé una relación saludable. Cuando no me tuve que desnudar delante de la puerta de casa para confirmar que no había sido violada por los vecinos. Cuando mi compañero no me exigió una prueba de orina para saber que droga había consumido pues mis carcajadas seguro no eran normales. Cuando no tuve que pagar por mis errores, cuando supe como estaban las finanzas de mi familia, pero por suerte el tiempo, la familia, los amigos y los libros, lo curan todo. Ya no se cae mi pelo, desapareció mi ulcera y hoy estoy aquí hablando del tema contigo. Es solo que duele saber que no existimos, las mujeres que como yo han sobrevivido a esos infiernos psicológicos, no tenemos modo de demostrar lo que sufrimos. Así que tú olvida el cuerpo y mira a los ojos de todo el que se te pare enfrente, en nombre de las que no tenemos heridas físicas y que aun vivimos. Tú nos representas.“
Se imaginarán que me importó muy poco lo de las medidas de la nueva normalidad. Nos abrazamos con la complicidad de quien sabe leerte el alma. Miramos a los lados y continuamos con el circo.