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Ya son ocho años que trabajo como vendedora de ropas. Como toda profesión que da servicios al público está en uno si odiar o amar a la humanidad. Depende de los espejuelos y las situaciones que vivas ese día, te puedes convertir en una seguidora ferviente del Dalai Lama o en la secretaria sádica de un campo de concentración. Tantas veces, porque esto es como con los problemas, cosa de dos, tú puedes tener al séquito completo de las ninfas del bosque sentadas en la silla turca, que viene alguien que amaneció con los dos pies izquierdos y no hay sahumado ancestral que te quite los deseos de estar en la punta de la pirámide alimenticia para engullirlo y escupirlo un par de veces. Pero con los años eso de la rabia se va resolviendo y entre un baño de quimbombó por aquí, y un huéleme la colcha por allá, logras eludir un par de ataques de nervios. El problema mayor está en emitir juicios, y e ahí donde trabajar con clientes se convierte en un estudio emocional constante con categoría de Doctor Profesor en el Yin y el Yang. Si no las tienes claras con tu lado angelical y con tu lado diabólico, estas siempre en la cuerda floja de la locura. 

Situaciones hay de todos colores, está la que le gusta andar mas apretada que la última mordida de un perro caliente, mientras defiendes a capa y espada las tallas grandes, pero te tienes que transpolar y entender que el gusto es individual y hay que respetarlo. Luego llegan las que compran compulsivamente hechando por tierra las batallas campales del Green Peace y tus mensualidades a organizaciones de protección del medio ambiente, pero nadie mejor que tú sabe que a veces un pulovito puedes ser una curita para el alma muy efectiva y que cada cual tiene los mecanismos que puede, no los que quiere. Luego están las que solo compran con el marido lo que ellos consideren justo, mientras la Simone de Beauvoir que vive en ti hace giros y caídas como bailando Voguing, pero de pronto te pones a conversar con el sujeto, porque sabes que si él es feliz allí, ella lo será también, descubriendo que los medios justifican el fin. Paulatinamente se entrena la capacidad de entenderlo todo para garantizar un buen día para ti y tus clientes. Ya eres casi una representación terrenal de Maat, la hija de Ra. Armonía cósmica no, lo que le sigue, hasta que escuchas a una mujer en la cabina que intenta llamar la atención de su pequeña bebé, de aproximadamente veinticuatro meses, que tiene en sus párvulas manos un Nokia 5.4 con cámara cuádruple y efectos cinematográficos. La niña acaba de hacer un salto al vacío en un mundo paralelo desconociendo si esta dentro de una tienda o en un ring de boxeo. Su madre más sola que un beduino intentaba hacerla parte de su experiencia. Mis instintos siempre activos encienden la alarma „madre en apuros“. Allá fui yo con todo el arsenal a rescatar a la niña de aquel hueco del universo de 6,39 pulgadas con alta resolución. „Las palmas“- pensé. Una linda canción infantil con palmas con clave de rumba, saca de la concentración a cualquiera. Nada, la chiquita estaba poseída, no movía ni un pelo mientras yo derrochaba maestría con el medio tablao flamenco que tenía montado. „La burla“, la burla es una herramienta que entretiene, saca lo peor de ti, y en el circo es un verdadero clásico. Lo que subestimé es que con dos años de vida, no existe lo peor de ti, me lancé al suelo, choqué con las perchas, dejé caer sobre mi pie una presilladora pero nada, cero símbolo vital, esa criatura le sacaría las lágrimas de verdad al mejor payaso del circo ruso. Así que su madre tiró la última flecha, la compasión. Le pidió con voz casi temblorosa que por favor mirara a la muchacha que se estaba quedando ronca, descoyuntada y llena de moretones. De pronto, dejándonos atónitas, la niña estiró su manita derecha, sin perder ni un segundo el contacto visual con el teléfono balbuceó „no puedo mamá“. Las dos reímos por lo absurdo o lo dramático, al menos sabía que aquella mujer era su progenitora. Ella compró todo lo que se probó, creo que por vergüenza y yo me cargué como la batería de un camión, estuve como una semana hablando sobre el modo correcto de educar a los hijos en estos tiempos. Yo, que no he tenido ni un canario, que si, estudié pedagogía pero una cosa es de turista y otra es de residente. Pues esa lengua viperina me la daba el ejercicio del juicio y la tolerancia. Poco me faltó para escribir tratados sobre la influencia de las nuevas tecnologías en la comunicación intrafamiliar. „Y pasó el tiempo y paso un águila por el mar“ Llegó la cuarentena y yo tuve que estar en casa sin cuidadora ni nadie que me entretuviera. Entonces recordé que cuando apuntas con un dedo hay tres que te apuntan a ti. Ya he probado un par de técnicas, enjundia de gallina en el teclado de la computadora, botellas rotas cementadas al borde del teléfono y como último un cable conectado a la dos veinte para recibir pequeñas descarguitas eléctricas cuando le doy a la tecla de encendido del iPad. Pues les cuento que en el tiempo que he logrado estar alejada de los entretenimientos electrónicos - modernos - enagenizantes me he avergonzado increíblemente de mi intransigencia a la hora de enjuiciar a tantas clientas que le dan el teléfono a sus hijos cuando están de compra. A mi seguro no me dieron uno porque en los años setenta no habían, pero me dieron un libro y no me sentaban ante la televisión todo el santo día porque solo habían programas de seis y media a ocho, pero entre tiempos me sumergía en un mundo interno, mío, aislante y totalmente asocial, así durante mucho tiempo el mundo real era tridimensional y mis sueños cual frescos egipcios, el lugar donde daba forma a mi fantasías. Lo único que considero mejor de mi historia es que también tuve que aprender a socializar, algo que actualmente debe ser mas consciente y programado. Pero aun así estoy tan loca como cualquiera de la generación Z, X o Y brincando de Netflix al PocketBook, de Instagram a WhatsApp. En fin, que ya tengo un nuevo objetivo juzgar-me menos y aumentar el radio de acción adonde me lleve la empatía.