ni una menos
Dice el patriarcado que hablamos mucho. Hay incluso artículos científicos, datos matemáticos, encuestas y tratados sociológicos que lo confirman. Una media de veinte mil palabras diarias, lo que parece una bobería, pero si contamos que usamos solo mil de nuestro vocabulario, más o menos, significa que posiblemente nuestros receptores sienten que nos repetimos y nos repetimos. Eso si, ellos omiten que las frases vienen aderezadas con gestos, o sin ellos, a dieciséis decibeles, o a cuatrocientos, en fin, que la repetición no es como darse una artera de pepinos, la repetición lleva anexada un bolondrón de significados a gusto del consumidor.
Dicen los nacionalistas que hablamos alto, gesticulamos, que el idioma del cuerpo va acompañado con el tono y el acento, que nuestras frases dictadas a cuatro niveles de intenciones los vuelven locos y están llenas de sexapil. Que porque damos tres gritos provenimos seguramente de culturas abiertas y que se pasan la mitad del tiempo en la calle. Que no tememos a decir lo que pensamos y que la alegría es lo que nos pone un altavoz en la laringe. Es por eso que nos buscan como perros sabuesos para dejar su rastro genético es este mundo competitivo y cibernético.
Dicen los optimistas que somos las dueñas de las casas, las verdaderas administradoras de la familia. Que por nosotras han revolucionado el mundo y que al final somos quienes damos la penúltima palabra.
Pregunta el resto que por qué nos quejamos, si ya en mil ochocientos cuarenta y ocho nació un movimiento para luchar por nuestros derechos. Eso si, no fue hasta el novecientos once que nos otorgaron un día de placebo, para que desahogáramos la rabia y soñáramos con un futuro mejor.
Yo hablo tanto porque cuando he usado una sola palabra parecía no entenderse. He dicho no, cuando un tipo se restregaba con una erección evidente contra mi cuerpo en una guagua y no fue suficiente. El tipo seguía y entonces ante la vista inerte del resto, le dije „me dejas tu dirección y el nombre para inscribir al niño, porque de esta seguro me preñas“. Les tuve que explicar el sarcasmo, para lo que usé diez minutos y entonces la gente rió mientras yo sentía aún su pene en mi muslo. También dije basta una vez, pero no fue suficiente, así que para evitarme horas de explicación me quedé en silencio, pero nunca más volví a la fuente de la juventud. Estoy segura que en mi caso, una sola palabra no ha surtido efecto no porque yo no quisiera.
Yo grito porque no me escucho. Cuando llegué a Europa un frío de calles sin amigos, de mesas con solo dos sillas, de bailes descoordinados y queso sin dulce de guayaba me ensordeció. Al principio solo querían ver de mi la botella de ron, las caderas sinuosas y la carcajada, y yo se las di. Lo hice tanto y tan a menudo que me tuve que encerrar en mí misma para encontrarme, pero aún grito, porque no quiero que piensen que pertenezco a solo un lado del horizonte, insisto en ser ciudadana del mundo.
Yo no me cansaré de decir que todo es un cuento político, eso de decirme que soy libre. Hoy, cien años después seguimos en la lucha, cien años después tenemos más de cuatro mil feminicidios anuales en Latinoamérica. Porque dice la justicia que a pesar de tanta palabra, tanta sangre, nuestra voz sigue muda. Como la voz de las mas de treinta mujeres que el años pasado murieron en Cuba a manos de sus parejas y aún no existe ley que las defienda en vida.
Pues ya ven, no importan las palabras, es hora de las acciones. Es hora de pensar en cuidar a las próximas generación enseñándoles a nuestros hijos que la igualdad no es juego de sintaxis. No hay chiste sexista sin maldad. Ni roles por género, ni profesiones, ni tareas. Esto es la guerra de todos, porque cuando una mujer es asesinada ha quedado un hombre sin madre, sin hermana, sin amiga. Ni una menos en nuestras casas. Ni una más vejada, traumatizada por la furia de alguien que no sabe como canalizar sus penurias.