La cita
Habíamos decidido fijar la fecha con antelación y no hacer referencia a ella en las siguientes sesiones. Llegaría el día, dejaríamos nuestras historias a un lado y serían nuestros fantasmas o alter egos quienes darían riendas sueltas a sus fantasías.
Los nervios me llevaban por la calle Soledad, pero estaba decidida a probarlo todo. Un par de toques a la puerta y allí estaba el profesor, irreconocible. Vestía un quimono de seda azul marino adornado con una hondas doradas, una venda en los ojos y el pelo enlacado. Con los dedos delante de los labios me ordenaba silencio. Señaló el camino en dirección a la segunda habitación. Yo sabía que debía hacer. Me escurrí entre los muebles en puntillas y entré en su cuarto. Era la primera vez que estaba en un lugar así. Las paredes tapadas con cortinas rojas de satín, la cama casi no se podía ver por tantos cojines, custodiada a cada lado por gigantes lamparones y a sus pies, un par de búcaros monumentales rellenos de girasoles y plumas. En todo aquel regodeo de colores y texturas encontré espacio para poner mi bolsa y comenzar la transformación. Coloqué el uniforme con muchísimo cuidado sobre la cama, las botas en el suelo, la bolsita donde tenía la camiseta, las medias y el calzoncillo de mi marido todavía con su olor, sudor, y quien sabe que otra cosa, las colgué en la manilla de la puerta. Amarré mi pelo y lo escondí debajo de una pantimedia para que no saliera ni el mas mínimo rizo que descubriera mi identidad. Eliminé todo rastro de maquillaje. Me puse la gorra, la ropa interior, el uniforme con los grados de comandante y las botonas. Cuando salí de allí no era mas yo, hacía mucho rato que no era más yo.
El profesor estaba sentado al piano con el quimono entreabierto. Se veía el corsé y las medias con ligueros, llevaba una peluca rubia rizada y aquel detalle lo cambió todo. Era como estar fuera de mi cuerpo una noche cualquiera y verlo llegar ejerciendo su poderío, sumiéndome en quejidos y placeres. Bajé la visera de mi gorra para ver solo el cabello sobre sus hombros. Me senté sobre una esquina del piano y con una de las botazas le abrí el quimono. Con un dedo deslicé el mechón de pelo que estaba sobre su hombro izquierdo sin tocarle la piel. No quería que ni el tacto, ni la voz o mi olor, rompieran aquel travestimento que me iba encantando y se había apoderado no solo de mi apariencia sino también de mi alma.
Él-ella fue directo al cinturón de mi pantalón. Era de cuero duro, tan largo que cuando lo tomó entre sus manos lo sentí como un pedazo mío. Un instinto bajísimo me lanzó a agarrarlo por el punto más cercano a mi pelvis, con la actitud de quien sostiene su propio falo y le azoté la cara, como tantas veces me habían hecho mí. El cuero templado sonó mudo en los cachetones de la gorda rubia y con el chasquear de su piel llegaba sangre a todos mis rincones. Él-ella seguía en su personaje y sumisa, puso la botaza entre sus piernas, moviendo la pelvis rítmica en perfecta armonía con la música altísima del Bola. Yo lo golpeaba mientras Él-ella abría la portañuela de mi pantalón ceremoniosa para no perder ningún detalle. Yo en cambio, le tenía un regalo, el olor de mi marido. Él-ella lo saboreó y lo aceptó con la euforia que yo esperaba.
Bajó mis pantalones hasta medio muslo, apoyó su mandíbula en los calzoncillos para no tocar mi piel fémina. Con su lengua larguísima, cuál experta, hurgó entre mi bello y encontró lo que tanto deseábamos. Lamió mis labios como si fueran testículos y yo reconocía cada gesto suyo como un gesto mío. Nunca habían jugado así con mi cuerpo, pensando que yo fuera un hombre y yo sintiéndolo. Mientras tanto, tocaba viciosa mis botas y se manoseaba desesperada. Yo tenía un cuchillo en el bolsillo de la camisa y cuando había logrado total erección y mi sexo era un mar que pedía más, se apoderó de mí una rabia incontrolable. Por un momento entendí el que sentía el comandante cuando me lanzaba a la cama, llenaba con su pene mi boca y me ahogaba en su profundidad. No me dejaba respirar, empujaba y al saberse impotente, se molestaba y me galleteaba hasta no reconocerme mas. Yo no podía golpear a esta Él-ella de un metro noventa con aquella intensidad, pero sí podía intentar ver la desesperación en sus ojos. Saqué la sevillana y la abrí teatralmente. Él-ella me miró aterrada, era ahí mi premio. Con la mano izquierda le cogí el pelo de modo que no perdiera la peluca, porque hubiera arruinado todo, la miré cerca, muy cerca a los ojos, con la derecha le acerqué el cuchillo al rostro y lo apreté lo más que pude contra su cara pálida. Creo que necesitó un par de minutos para entender que era parte del juego y no que yo era una loca homofóbica con intenciones de ganar créditos por ajusticiar a un pájaro viejo. Su pánico me dilataba, la respiración agitada era la música de mi sexo palpitante. De pronto la rabia se convirtió en deseo y le mordí los labios, Él-ella se dejó. Me lancé a su cuello y se lo chupé hasta robarle un gemido o un grito, ya no lo recuerdo. Me erguí como su hubiera ganado una guerra y violenta le puse la cabeza entre mis piernas y entonces bebió. Ya no solo jugada en la superficie sino que bebía insaciable de mi cuerpo. La lengua entró, sus dientes me hirieron y yo en el altar de mi personaje viendo su boca llena de mí. Moría de placer asfixiando a mi víctima, dirigiendo su cabeza con mi mano, no dejándola soñar, sino obligándola a ser mi sueño. Él-ella puso resistencia y vino la sorpresa. Con la exactitud de un cirujano tomó mi clítoris con dos dedos, como si fuera el pene de uno de sus amantes, lo besó de arriba a abajo y yo sentía sus dimensiones. Lo mordía con rabia, lo movía magistralmente y me desarmaba. Lo desnudó y con la uña de su dedo meñique lo lastimaba, desgarrándolo. Placer y dolor se disputaban la hegemonía de aquel momento. Poco a poco perdí mi posición de fuerza y mi cuerpo comenzó a dar muestras de ello. Él-ella cambió la mirada, sabía que estaba entre sus manos. Para ese entonces ya no era una rubia lo que yo tenía entre las piernas, sino un gigante sapo que me quería ver caer en su trampa de placeres. Entonces llegó, yo temblaba, un flujo abundante salió de mí y Él-ella se separó bruscamente, asustado, era posiblemente su primera vez con una mujer-hombre. Me miró indignado y me escupió el sexo con desprecio. Yo grité y comencé a llorar desconsolada. No había llorado cuando el comandante me amarraba y golpeaba como una esclava, no había llorado el día que me separaron de mi hijos, no había llorado la muerte de madre y ahora lloraba, lloraba todos mis dramas, todas mis penas.
Él-ella me movió al sofá como si fuera una muñeca y yo, que tan poca cosa era, lo dejé hacer. Me trajo una manta y me envolvió de tal forma que no se veía nada de mi travestimento. Me dio un té y comenzó a peinar mi pelo con lástima o cariño. Creo que estuvimos sin decir palabra, solo escuchando música, por una hora. Era una oruga esperando abrir las alas. Ya estaba tranquila, en mí todo había tomado nuevas disposiciones. Me fui a su cuarto, cambié mis ropas, me maquillé y cuando salí le besé la mano con agradecimiento y humildad, había sido catártico, maravilloso. Abrí la puerta, di un giro nostálgico y el silencio se rompió con su vozarrón. „Repetimos viernes próximo?“ Mi cara se iluminó y asenté complacida, renovada.