habla que te habla

 
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Si tuviéramos tan claro todo en la vida como cuando entramos a una tienda, que fácil fuera. La  experiencia de comprar ropa es lo más parecido, para mi, a la filosofía. Se mezclan un mazo de emociones con una buena porción de técnicas de marketing; se machaca todo; se cuece a fuego lento y se hecha pa lante. Algo así como lo que hacía mi bisabuela en el medio de la Sierra, cuando iba camino a encontrarse con sus amantes. Mi bisabuela tenía claro lo que quería, amor y atención. Como lo obtendría-pagaría no estaba claro y que pasaría después, muchísimo menos. Ella estaba lista tanto para ser sorprendida positivamente como para dar el no, igual que mis clientes que me regalan tantos no, como sonrisas. A veces me lo dicen tan amablemente, otras lo dicen con la fuerza de un embajador de la ONU y hay quienes cargan su negativa con el odio de tres generaciones. 

Como mi bisabuela hay mucha gente que prefiere ir por el camino sin expectativas predispuestas, simplemente descubriendo entre matorrales la aventura de hallar el momento de gloria. Pero tantas de mis clientas influenciadas por la dinámica de los grupos, el Instagram y las revistas de moda tienen sus deseos muy claros y saben lo que buscan. Por ejemplo una vez una clienta me dijo (ya en la caja con una cola detrás) - ¿tú no tendrás esta misma blusa pero con mangas cortas, cuello de uve, y unos quince centímetros más larga?-le respondí inmediatamente- Dame un tijera y cinco minutos que te la hago.- Ella por suerte sonrió, se dio cuenta que le estaba pidiendo peras al olmo y que sería un acto de ingeniería mecánica convertir aquella pobre blusa en lo que ella soñaba. Que ella sabía bien lo que quería, pero yo no tenía el material para satisfacerla. Y es que somos así también en la vida, nos metemos en relaciones con la esperanza de convertir a las personas en lo que queremos, mientras nosotros nos quedamos inmóviles. 

Ahora con el confinamiento, tuve que escuchar a muchas personas decir que no podían estar en casa con sus hijos y cónyuges. Yo que no tengo ni lo uno ni lo otro, me pregunto entonces porque los eligieron y me acordé de la tienda. La gente va, no acepta la ayuda de quien conoce el producto, pasa por la percha de las rebajas y se lleva lo más barato pensando que hizo el negocio del siglo. Esa pieza que se les destiñe después de la primera lavada, se le abre un hueco, se encoge, se tuerce como si hubiera sido mascada por un rumiante y a la media hora de puesta, huele a central de caña en plena molienda. La clienta regresa ofendida a reclamar por la mala calidad. ¿Adónde irán a reclamar ellas y ellos cuando les sucede lo mismo en casa? También hay quienes quieren que después de dos años de usar un vestido como si fuera el único, siga siendo el mismo, algo que estaba pensado para un par de ocasiones y nada más, pero si ni yo soy la misma en los últimos dos meses. El tiempo pasa para todos, pero algo es indeleble, nuestra posibilidad de elegir y comunicar. Yo les pido siempre a mis clientas, cuando están dudosas, que me digan tres cosas que le encantan de la pieza y tres cosas que no, con el fin de ayudar a decidir y esclarecer el gustos, para no comprar por equivocación. 

Una vez entre tanto habla que te habla, una muchacha me preguntó la edad. Cuando le dije que superaba los cuarenta, le comenté que la magia no estaba en las cremas, sino en la risa. La risa siempre, incluso antes, durante y después del sexo. Su cara era un poema. Pero le aclaré que era posible solo si se comunicaba. Debía contarle a su pareja que su risa tenía un carácter terapéutico y cosmético. Si no lo hacía y se reía antes de hacer el amor, la otra persona pensaría que sus técnicas del juego previo y su baile primitivo de la atracción eran motivo de burla y se acabaría su noche romántica. Si se quedaba callada y reía durante el acto de apareamiento, el otro creería que algo mal andaba con su último pasillo o sus sonidos eróticos-sexuales. Y peor aún si la risa venía después de consumar el hecho y la contraparte seguía en el barco de la ignorancia. Entonces podría creer que toda su entrega estaba siendo vista desde el podio del sarcasmo, tirando el respeto y la relación por la borda o peor aún incitando a la violencia doméstica, porque el ojo morado, no se lo iba a quitar nadie. Mis clientas rieron como bobas y al final les dije, que lo único que combatía la vejez, era no creer en ella y hablar de todo sin tapujos, así como ellas lo hacían conmigo cuando medio desnudas me enseñaban sus cicatrices o planeaban parecer santas en la cita a ciegas de esa noche. Les conté que por desgracias tantas mujer vociferamos nuestras intimidades a un extraño y no le decimos a quien corresponde que la vagina no es una cañería que se tiene que destupir. Preferimos enseñar los senos con escotes de infartos antes de contarles a nuestra pareja que hacer el amor sin decir una palabra nos hace recordar las tareas del día, y que por eso tenemos la concentración de una hormiga. Hablamos en cada esquina del cuerpo de los otros para no recordar desde cuándo no tenemos un orgasmo. Nos probamos ropas, zapatos, maquillajes para parecernos a cualquiera pero no decimos que no necesitamos que un acróbata en casa, sino alguien que te atienda y que te haga sentir bella. Que la sinceridad en la cama dibuja sonrisas colectivas y espanta los años, todo lo otro se enquista y no hay tratamiento estético, ni psiquiatra que lo arregle.  Es por eso que muchas veces quisiera poner un cartel en la tienda que diga, „A canalizar el odio en el negocio de al lado“, porque lo que callan en sus casas lo escucho yo con altavoces en mi cabina. Pero entonces recuerdo que para eso estamos aquí, para darnos oídos, no dejarnos caer solas y les cuento chistes inventados, historias con mensajes subliminales, todos en mi nombre y el de mis bisabuelos, para que sepan que siempre hay un camino o un matorral donde nos espera el cariño.