Apriétame más
Ermelinda, qué tú haces bailando con tanto ardó, con pantalón apretao y esa camisa punsó. Estos no son pantalones, es una prenda de sport que la llevan las pepillas en la calle y el salón… y les llaman pescadores, porque pescan la emoción.
Así dictaba mi tía mis primeras lecciones de zalamería cuando era niña. No era un problema repetir el texto, eso era cosa fácil, lo complicado era darle sentido al modo, en que aún con sus setenta y ocho años, logra mover la cabeza, los hombros, los ojos, cada vez que repite una de estas palabras. A mí nunca me impactó el vestuario de Ermelinda, en cambio el movimiento de Emelia marcó mi vida.
Con el tiempo toda esa información se hizo parte de mí y la conservo bien guardada, como revolver de plata. Solo con seis balas no te puedes meter en un tiroteo, la zalamería es una herramienta que se usa a cuatro ojos. Se necesita conocimiento del terreno, cálculo del riesgo, estrategia y táctica. Hay personas que van por el mundo balaceando por todos lados, pero como en la fábula de Esopo, tanto gritar hace perder la credibilidad. Cuando eres joven y no sabes en que contexto usar todo el arsenal, vas directamente al plan B. El plan B lleva menos preparación y no por eso es menos efectivo. El plan B es la provocación en su modo más primitivo. No hay palabras, solo el cuerpo, por ejemplo Eva, ella lo tuvo fácil, tenía un cuerpo de escándalo y una hoja de higuera. No había ninguna otra persona para hacerle la competencia, no había nadie por ahí con una hoja de otra marca. En fin, que hoy en día, la cosa está dura. Se pueden imaginar que en la jungla urbana, no importa primer o tercer mundo, habemos mujer y hombres de todos tamaños, formas y colores, que la diversidad y la civilización han dado otros valores y que además nos han tatuado en la conciencia que el hábito hace al monje. Si a esto le unimos, la estética de la señora Eva y la mitad de las diosas griegas, pues la zalamería es cosa de museo. Cada día son más las curva o los ornamentos quienes se roban el espectáculo.
Nos hemos puesto vagos con tanto trapo y yo lo veo cada día en mi trabajo. La gente no quiere cazar ni ser cazado con el buen hablar y la galantería intelectual. La gente quiere las curvas de la Kardashian y que le den con el bate. Por suerte hay de todo en la villa del señor. Está la que llega a la tienda y pide dos tallas mayores, porque la ropa ancha y sin escote indica, como el monje, seriedad e inteligencia. Está la otra que se quiere poner dos tallas menor para marcarse hasta el yeyuno, a expensas de una varicocele, todo para dejar en evidencia, que sus curvas la ponen en el podio de la macha alfa de la reproducción. Pero si todo fuera tan fácil como; te pones la ropa ajustada y eres reproductivamente una bomba, atractiva y la felicidad te sobra; te pones la ropa ancha, eres una mujer de carrera, empoderada y te puedes comprar hasta la risa. Pues no, no funciona así, entre las pautas que pone la sociedad de consumo y nuestras ambigüedades no sabemos ya ni lo que somos, y como una botella de agua fría en medio del desierto de la desolación y los códigos no verbales, aparece la vendedora de ropa. Ella que tiene el santo grial de los códigos de la moda, que además tiene la responsabilidad de ser sincera, de vender, de brindar armas alternativas para que tu momento de felicidad no sea tan efímero y que salgas de la encrucijada ética entre ser o parecer sin daños físicos. Pero es que nada de esto está escrito en su contrato, lo hace por altruista, sin estudios previos, aprendiendo a la marcha, como una kamikaze moderna. Así es que a veces aparezco yo entre bambalinas, regando conocimientos de zalamería para aquella que solo usan el plan B, pero no entra en los pantalones que le gustan, o para la que se esconde detrás de un peto pero muere por las ansias de ser querida.
Una vez llegó a la tienda una mujer, digna musa de Botero, que traía de vuelta un pantalón talla treinta y seis. Reclamaba por la mala calidad de la pieza. En medio de una fiesta donde ella era el centro del universo, el pantalón decidió abrir las compuertas traseras y cuál Cenicienta, tuvo que escapar porque todo se volvía calabazas. Mi pena era evidente y le hablé pestes de la moda rápida, de la sociedad de consumo, todo con la sana intención de calmarla, de demostrarle que ella era una mujer real y maravillosa, no una copia china de Victoria Beckham. Que se merecía ser siempre la reina del baile y no la que escapaba. Ella parecía entender mis argumentos y me aceptó un cambio. Yo en mi inocencia pensé que cambiaría la talla, pues no. Ahora tenía que probar convencerla de que la talla ideal podría ser, quizás, dos tallas mayores. Le hablé de la manipulación de los medios, de la diferencia de tallas entre negocios, de la falsedad de la publicidad en la moda, le comenté que con sus magníficos ojos no necesitaba apretarse tanto. Que el cuerpo no hace a la mujer. Que hay un que se yo que no se ve, que nos hace irresistibles a los ojos de quien deseamos. Que me mirara a mí, que sin tetas había llegado a Europa, que si la naturaleza me las hubiera dado, le hubiera dado la vuelta al globo. Le dije que los frijoles con tocino saben mejor, que las curvas no estorban y que definitivamente, la cuarenta era su talla. A cada palabra mía su cara era mas pálida y sin líneas de expresión, lo que tenía delante era la máscara de Freddy, el de viernes trece. Sus ojos ya no eran nueces claras donde se reflejaban las tardes del desierto turco, eran bengalas de carnavales habanero y yo no iba a morir por un pantalón. Le pedí que no se molestara y fui en busca de la pobre víctima textil. Me despedí con un hasta pronto, porque sabía que en par de días regresaría para reclamar nuevamente por la mala calidad del tejido, pero creo que se llamó a juicio y nunca más volvió. Yo aprendí; uno, que el poder de la zalamería vive en uno mismo, no se ve, solo se vive; dos, que no convencerás a quien no quiera ser convencido, así tus argumentos sean confirmados por la NASA; y tercero y más importante, que hay que aceptar la verdad de los demás. Ella quiere apretarse, pues que se apriete.