el vuelo
En las etiquetas por regla hay información que valen la pena leer, para algunos. Por ejemplo el lugar de origen del producto, para sentirse políticamente correcto; los materiales de confección a groso modo, para dar paz a su yo ético; información sobre el cuidado y lavado, para que los textiles no sucumban a las altas temperatura que creemos nos salvaran de todo mal bacteriológico; el precio para saber si la prenda cubrirá tus necesidades sociales o las puramente biológicas; tallas y sus equivalentes internacionales, para despertar nuestros demonios o el efecto placebo. El resto es lenguaje profesional, ayuda para las vendedoras o un montón de sellos que no nos dicen nada pues son parte de la incontrolablemente en crecimiento industria textil y su burocrática maquinaria. En ninguna etiqueta está escrita, como en los prospectos de las medicinas o las cajas de los alimentos, como debes combinarla, sus ingredientes primarios, hasta cuando puedes conservarla y donde, si hay una edad ideal para su uso, si debería estar alejada de tu alcance porque superas los cuarenta años, o si deberías agitarte antes de usarla. Esos otros valores son nuestro espacio de libertad, donde ponemos nuestra individualidad en juego o nuestros prejuicios. Cada vez que yo veo a una clienta leyendo una etiqueta para evitar caer ante la atracción de un pedazo de tela, me imagino ese cerebro como un ring de boxeo. El lóbulo parietal en la esquina roja y el lóbulo frontal en la azul. De árbitro, el tronco del encéfalo que les explica a los púgiles las reglas del juego -“Aquí todo se vale, mordidas o escupitajos. Que gane el mejor.”- Suena la campana y es que hay que ver la cara de la gente ante una minifalda o una chaqueta tipo aviador azul metálico. Entonces ahí aparezco yo, como oso en el panal -“Hola te puedo ser de ayuda?”- El lóbulo temporal salta del público y toma control de la situación. “¿Esto ya no se puede poner a mi edad, verdad?- Pero no… ¿Eso está escrito en la etiqueta?” Ha menudo una frase jocosa me ayuda a sacar una sonrisa liberadora a mis clientas y continuo. “¿Sabes que es lo único que no te puede poner a esta edad? Negativa o deprimida. A esta edad eso nos acaba con la piel y nos expulsa irremediablemente del mercado del amor. A ver, la pregunta no es si te lo puedes poner o no, sino para que te lo quieres poner. La moda es un lenguaje y nuestras necesidades estéticas y funcionales no disminuyen con los años, por el contrario, un pedacito de tela se puede convertir en un gran aliado a la hora de comunicar qué y a quién.” Mi discurso funciona poco, la verdad, pero me hace parecer inteligente y segura y el noventa por ciento de las clientas se dejan llevar con la plática a otros lares. Casi siempre termino proponiendo otra ropa porque creo que donde existe la duda no habrá un final feliz. Si en los primeros quince segundos no causó el efecto deseado es casi imposible que no termine la experiencia en una devolución a las tres semanas. Y no estoy hablando de ropa sino de todo, aunque no lo parezca. La gente quiere todo por etapas, facetas, regiones, claro… es más fácil. Que si la falda corta es hasta los treinta, que si el color gris va mejor con la edad avanzada, que si el negro es elegante, que si pelo corto o pelo largo, que si eres vieja para el amante joven o ya no tienes edad para la literatura erótica. Nada de eso es cierto, todo es posible si tú te lo crees. Si no viviste la etapa del amor de verano a los diecisiete y te llegó a los cuarenta, pues déjate enamorar y escupe mariposas antes de las pastillas de la presión, porque lo importante es la experiencia. Si en los noventa no te alcanzaba el dinero para nada y ahora te puedes permitir aquella minifalda que te quitó el sueño un día, cómpratela. Que si las gente te mira y comenta, la mitad de la gente anda por el mundo con el cerebro desconectado, miran pero no ven, está todo en tu cabeza. Ahora es tu momento, así que lo mejor es la teoría del avinagrado por simpatía. Mi padre hacia un vino casero malísimo, nosotras fingíamos tomarlo mientras con el balancear del sillón lo tirábamos por la ventana para no herir sus sentimientos, ni frustrar su insípida carrera vinícola. Un día se dio cuenta que preferíamos el vino más para aderezar las ensaladas que para brindar en las comidas y por supuesto culpó a mi madre de poner en las cercanías una botella de vinagre. Decía que por simpatía su vino se avinagraba y yo creo que tenía razón. Por lo tanto siempre intento estar en los lugares y con las personas que por simpatía cambiarán mi día para mejor. Las personas que no tienen etiqueta. Las que si quieren vivir el amor de juventud, se buscan un amor joven; si quieren discutir sobre jazz y hablar sobre lo maravilloso del pasado llaman a un amigo músico y se toman un café; los que saben que no hay edad para nada y que tenemos tiempo para todo. Es nuestra decisión sentir olor a rosas en la cama o tocar curvas talladas en cedro, sentir la melodiosa voz del deseo maduro o el calor del silencio. No permitamos que un pedazo de papel de siete centímetros o una lengua de vecino de veinte metros decidan que te pones o como vives. Simplemente vive.