La Cabina Roja

View Original

Por primera vez la luna

foto: Simon Tribelhorn

Mi primera vez la recuerdo perfectamente. Era una noche de agosto muy calurosa, entonces estaba vivo el abuelo. Él me dejaba hacer todo lo que yo quisiera. Aquella noche no había ni una nube en el cielo y la luna parecía una gran lámpara. Divina había salido otra vez y nos sentamos en la escalera de la cocina a disfrutar del patio y su color plateado. Abuelo con su tazón de café, listo para enfrentarse a la noche en espera de su hija, la abuela y yo tejiendo historias para que pasara rápido el tiempo. Yo tendría doce o trece años, no recuerdo exactamente. Cerca de la una de la madrugada entró el agua de la calle a millón, empujando el polvo y rompiendo las tuberías.

Vieja, abre la llave de los tanques. La voz del abuelo siempre se llenaba de autoridad cuando se dirigía a la abuela, en cambio conmigo, su voz parecía la de un adolescente. Solo conmigo se reía y a pesar de estar ciego como una tapia, siempre me hablaba como si pudiera verme. En cambio yo me perdía entre las nubes azules y grises de sus ojos y cuando terminaba de platicarme, le daba un beso sobre la nariz, como señal de que me iría de su lado.

Esa noche no corría para nada el viento y al entrar el agua nos percatamos que también la llave de la fuente del patio se había quedado abierta. Era una pequeña replica del bidé de Paulina. Abuela estaba muy orgullosa porque aun funcionaba. Tenía un sistema muy avanzado para su época y las novedades técnicas eran algo que apreciábamos mucho las mujeres de esta familia. La fuente se llenaba desde la base, tenía una columna central con un motor que llevaba instalado con un reloj. Una vez bombeada una cantidad determinada de litros de agua, se activaba el riego a través de la columna y caía en cascadas a dos niveles. Lo único que no le funcionaba era la luz, pero no importaba, porque entre las plantas que le colgaban y las penumbras del patio se veía realmente estupenda.

No sé porque de pronto quise meterme en la fuente y la abuela dijo no categóricamente, pero como casi siempre que la abuela decía que no el abuelo decía sí, pues me salí con las mías. A esa hora la abuela empezó a augurarme toda clase de gripes e infecciones y el abuelo dijo que eso era solo para pellejos blancos que las pieles negras no creían en blandenguerías, que él nunca se había bañado con agua caliente, ni jamás había poseído un abrigo y ahí estaba, así que yo debía ser como él o sino, no era digna de llevar sus apellidos.

Ni corta ni perezosa me tiré así mismo con la bata de dormir. El agua estaba helada y tenía tanta presión que casi dolía en mis piernas. La base de la fuente era profunda de medio metro y estaba ya casi llena. Yo podía ver a cada sonido de chapuzón, los dientes blanquísimos del abuelo. Mi abuela no era participe de mi alegría pero como una narradora deportiva, daba cuentas de cada movimiento para que el abuelo supiera de mi goce. Yo saltaba, me lanzaba y ellos reían. Después de un rato comenzó la cascada y automáticamente quedamos en silencio. Entonces para que el agua peinara mi pelo abrace con mis piernas las columna principal de la fuente sin darme cuenta que la entrada del agua quedaba exactamente en mi centro. Fue cuando sucedió. La parte superior de mi cuerpo yacía inerte fuera del agua mientras la presión del chorro me movía como una veleta, yo no atinaba a nada, agua en mi frente, agua en mi sexo, los brazos abiertos. No fue necesario mucho tiempo, sentí como un suspiro que me llenó el pecho y una fuerte corriente que paralizaba mis piernas, mi boca se volvió seca y se abrió en un grito mudo de satisfacción. Al abrir los ojos, la mas bella imagen, enredaderas de malangueta mirándome y la luna. Acto seguido todo explotó en sensibilidad y no podía tocar mi sexo. Salí de aquel mágico encuentro conmigo misma, noté que mis abuelos ya no estaban en la puerta de la cocina, en algún momento habían entrado a la casa y yo no lo había notado.

Entonces vino la abuela con una gran toalla. Refunfuñando me sacó de la fuente, sin siquiera notar mi mirada. No sabía como hablarle de la luna, del agua, mucho menos de mi cuerpo. Tomamos un té y esperamos como cada fin de semana la aparición de Divina por la puerta trasera, ebria o acompañada. Eso sí, creo haber aprendido aquella noche que la infancia suele ser muy corta.