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Yo sé de lo que voy a morir un día, de la curiosidad. Nada de diabetes, ni desastres naturales o violencia doméstica, lo mío va a ser por curiosa. Desde siempre he querido probar para poder hablar pero hay cosas que son potencialmente mortales y yo me mantengo siempre alejada del peligro, así que prefiero los documentales, los libros o un café por el medio con alguien que haya tenido la experiencia y que me pueda contar en detalles. Mi madre siempre me decía que de los cobardes no se ha escrito nada y tiene razón porque fueron ellos los que escribieron la historia.
Otro dato para entender por dónde va mi locura de hoy, es que amo la tecnología, así que se imaginarán que desde el dos mil seis mas o menos hasta hoy he gozado de la curiosidad cibernética en casi todas su formas. Que si la guerra fría, documentales; que si las drogas duras y el alcoholismo, tratados de psiquiatría y muchos capítulos de Calviño; que si la soledad, el ciber-sexo o el rastreo con Google Map de cuanta persona se cruzó conmigo alguna vez en la vida y de pronto habita en el ciberespacio. Pero por encima de todo y la curiosidad yo sigo siendo una chica de los setenta que aprendió a decir piropos sentada en un contén de la Habana, convencida de que la falta de vida social es falta de gestión en la vida real. Puede ser esa la razón por la que no he recurrido a las aplicaciones de encuentros. Hace diez años me tenía que sentar delante de un ordenador para acceder a las tres o cuatro páginas web que conocía. Lo más común eran los chats, que además eran muy graciosos porque era como hablar en una asamblea del poder popular y si la cosa me interesaba le pasaba un email al usuario al que le había echado el ojo. Pero yo estaba tan ocupada en la subsistencia que usé mis estrategias analógicas y empaté un novio a la vieja usanza. Pero ahora me cuentan que es dinámico, fugaz y que del Tinder al Whats App lo que va es un deslizar del dedo, quizás. Eso para mí es como de bailar en una disco a enseñarle medio blúmer al „objetivo“.
Tras esta introducción allá les va la historia. Hace unas semanas estaba en la tienda. El día estaba bastante flojo. Después de preguntar a un par de clientas si les podía ayudar me dijeron que no. En realidad estaban solo pasando el rato. Yo me quedé en las cercanías porque nunca se sabe y me puse a doblar las camisetas que tenía en una mesas, a organizarlas por tamaños, en fin cosa que nunca puedo hacer por falta de tiempo. No obstante con el rabillo del ojo controlaba cada movimiento. Una de las chicas entró a la cabina con millones de ropas y su acompañante se sentó en el banco, sacó su teléfono y con la actitud de una jurado de concurso televisivo comenzó a mover su dedo índice de derecha a izquierda. Por un momento me recordaba más a una directora de orquesta en pleno concierto de Chopin, porque su cuerpo seguía cada movimiento hasta que la ansiedad fue tanta, que llamó a su amiga y le enseñó la pantalla. La amiga con cara de haberle besado el culo a un mandril, le dijo que ni loca. Se podrán imaginar que yo me moría de la curiosidad, me daba urticaria por saber que estaba sucediendo en aquella esquina, pero ya estaba todo meticulosamente recogido, así que me di una vuelta y con la justificación de preguntarles si estaba todo bien, di un empujón a un montón de camisetas, cayeron al piso y por supuesto tenía que rehacer la mesa de nuevo. La verdadera razón es que para ser chismosa no se pude ser ni sorda ni ciega y yo soy ambas.
En un principio pensé que estaban comprando ropa en un tienda online lo que me parecía de muy mal gusto e inconsciente, si piensas que las ventas online están aniquilando los pequeños negocios. Al estar cerca vi que no se trataba de lo que yo pensaba. Terminé de recoger la mesa y ya la urticaria se había convertido en un tic en el ojo derecho, a esas alturas y yo aún no me enteraba de que iba la cosa. Fingí estar recogiendo la cabina de al lado y zas. Podía ver las fotos de unos hombres maravillosos desde ese ángulo y reconocí, en un mundo paralelo, la psicología de las clientas en época de rebajas. Percheros que rechinan a diestra y siniestra, control de etiquetas, en ese caso eran perfiles, y luego el juicio. Si es muy caro será desdeñado y pisoteado, pero si cae en el rango de lo apetecible y permisible, a la bolsa. Eso mismo estaban haciendo aquellas muchachas que se creían muy modernas y supersónicas, cuando yo en mi adolescencia analógica había vivido el mismo proceso sentada en el patio de mi escuela mirando como pasaba todo el catálogo de los estudiantes delante de mis ojos y yo, entonces, haciendo en mi cerebro la hipotética elección (dedo índice de izquierda a derecha). Me dieron ganas de decirles que lo que pasaba en la pantalla del teléfono, como lo que sucede en tu imaginación no es nada comparado con la adrenalina de descubrir los tesoros que esconde la humanidad en un par de ojos pardos, pero aquello sonaba cursi y además ellas no lo entenderían, como no entiendo yo lo que es ser parte del catálogo de miles de personas, porque en el mundo virtual tú escoges, pero eres también escogido como un producto. No juzgo, solo me dejo llevar por la curiosidad. Yo como Descartes, solo sé que no sé nada. Así que me doy oficialmente a la tarea de indagar en la psicología y estrategia del usuario de esas aplicaciones, por el momento sin mojarme los pantalones, pero conociéndome como me conozco, presumo que un día lo intentaré, que todo sea por la ciencia.