La cabina

 
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Los espacios seguros pueden ser tan diversos y escabrosos como la vida misma. Yo solía esconderme debajo del lavamanos de la casa de mi madre cuando necesitaba resolver los grande problemas de mi existencia. Uno de los que robaba mi sueño entonces era, por ejemplo, qué sucedería si de pronto las gallinas nos cogieran por el cuello para aniquilarnos con la misma alevosía que hacían las mujeres del campo. También era mi lugar de reserva en caso de encontrarme cara a cara con el  mirahuecos del barrio en la ventana de mi cuarto a las tres de la mañana. Para eso estaba el lavamanos de mi madre, para actuar como escudo protector, abrazo y amante.

En cambio para los momentos de creatividad, estaba el closet de los mandados. Allí escondida escribía a  mis amores imposibles cartas con fechas del siglo dieciocho, para despistar. Allí  tuve mis primeros momentos creativos, donde la poesía me atrapó porque no eran suficientes las palabras. Descubrí mi lado mas erótico y quería que todos lo conocieran. Para entonces era una niña y una tarde que teníamos una actividad en la escuela,  teníamos que ir sin uniformes. Ese día mi madre se esmeró para que yo fuera una de las mas lindas del grupo, me puso unos lazos inmensos rosados en las motonetas, tan grandes como mi cabeza, una bata también rosada que tenía en cada manga mas lazos, medias blancas también con lazos y zapatos negros. Yo no estaba muy convencida de mi apariencia, pero a los once años confiaba en los gustos estéticos de madre ciegamente. Al llegar a la escuela no desentonaba, habíamos muchas víctimas de los lazos y las batas a media pierna. Entonces como una reina del Rock and Roll entró una de mis más queridas amigas. Llevaba una falda mínima ajustadísima negra, zapatillas de charol y una camiseta con letras en inglés. Las miradas de todos  los niños estaban pegadas a su cuerpecito sin curvas pero lleno de transgresión y mis ojos casi aguados de orgullo mezclado con una envidia terrible grababan para toda la vida ese momento. Yo también quería ser transgresora, quería ponerme algo que los demás no tuvieran el valor de usar ni en sueño, yo quería una minifalda negra. Ese día volví al lavamanos de mi madre y tras llorar y romperme las motonetas, juré que haría todo lo posible por ser la que desentone, así que el lavamanos se convirtió en mi lugar de revolución. Donde planeaba todos mis pasos de contracorriente.

Con los años los espacios de sinceridad mutaron, eso sí, tenían que ser espacialmente reducidos. Y aparecieron las cabinas en mi vida, las de camiones donde solo ves hacia adelante y lo importante es el camino, las que huelen a esperma, petróleo, alcohol de noventa, aventura, pueblos desconocidos. Las cabinas de teléfono, donde descubrí que maravilloso puede ser un beso prohibido y lo electrizante que puede ser marcar números al azar y conversar con un desconocidos hasta que se agoten las monedas, adelantándome así en muchos años a las citas de internet. Las cabinas de las tiendas, donde solo están tú con un espejo delante, el mundo a tus espaldas, un montón de sueños difícil de financiar y la lengua afilada de tu lado destructivo.

En una de esas cabinas descubrí que entre mis piernas no tenía una conejera, como la llamaba mi cuidadora de infancia, sino una vagina, con expectativas mas estructuradas y rococó de lo que yo estaba lista para darle. 

Entonces apareció este blog  y no dude en darle el nombre de la cabina roja, y lo hice pensando en las sensaciones que me dan todos esos espacios. De ellas salen la mayoría de mis historias y las historias de otras mujeres que también en mí viven, marcando mi adolescencia, mi madurez pujada, la madurez arribada, los secretos, y los miedos mas absurdos.